Cuando nuestro hijo o hija ha entrado en la adolescencia, nuestra función se puede complicar un poco más. Hay que gestionar un arsenal afectivo que en ocasiones se descontrola. Los sentimientos se remueven y se intensifican a lo largo de esta etapa en la que el adolescente conquista su autonomía y teme que el precio que debe pagar por ella sea la pérdida del amor de sus padres. Esto le lleva a iniciar comportamientos que le van a servir para comprobar el amor y la confianza que sus progenitores le tienen. Se encuentra en un periodo de cambio y, al estar tan poco seguro de lo que siente y de lo que es, necesita que alguien le guíe y le tranquilice sin recordarle lo que aún no puede hacer. El apego del niño a la madre es su primer lazo afectivo con el mundo. Pero en esta etapa debe separarse de ese apego, aunque la afectividad y la proximidad a ella debe perdurar porque lo necesitan, pero de diferente manera. La madre se enfrenta a un periodo en el que también tiene que aceptar una separación que, en alguna medida, desea y por otro lado teme, porque su hijo deja de estar bajo su control.
.Enfrentamiento necesario
Los adolescentes se enfrentan a la conformación de su identidad, lo que implica la resolución de su mundo emocional infantil. Tienen deseos de crecer y, a la vez, miedo de abandonar lo conocido. Por su parte, la madre evoca en este momento, al relacionarse con sus hijos, cómo fue la separación de sus padres y cómo se enfrenta a su madurez. Además, el vínculo con la hija tiene matices diferentes al del hijo, que preservará más su intimidad para diferenciarse de ella.
En las relaciones parentales del mismo sexo se produce más la indiferencia. Los adolescentes adolecen de una identidad presente que no les asegura todavía su futuro. Viven en la incertidumbre en relación a sí mismos: no son niños, pero tampoco adultos. En cuanto a las madres, no son jóvenes y entran en la madurez con la inseguridad de no saber a veces qué hacer para ayudar a sus hijos. “No resisto en casa, mis hijos están todo el día llevándome la contraria”, le comenta Marta a su amiga.
“Mi hijo pasa el tiempo que no está en clase, fuera de casa “enrollado”, como él dice, con sus amigos. No me hace caso en nada y sólo quiere hacer cosas con su padre. Mi hija se está convirtiendo en una extraña para mí, era dulce y todo lo compartía conmigo. Ahora es arisca, no me cuenta nada, pero con sus amigas habla todo el tiempo. Ya no sé qué hacer, en ocasiones me contesta mal, está agresiva conmigo y yo me siento mal. Cuando le pregunto algo, me contesta: “Déjame vivir mi vida”. Como si yo me metiera en lo que hace. Sin embargo, luego apenas sabe ocuparse de sus cosas y no se da cuenta de que aún es una cría”. “Es una adolescente, Marta, –le responde su amiga–. ¿Te acuerdas de lo que tú hacías a su edad?”.
A su lado desde la distancia
Marta, recuerda, le contaba todo a su madre y, cuando intentó empezar a separarse de ella y no contarle algunas cosas, sintió una recriminación por parte de ella, que siempre le pareció mal. ¿Acaso estaba repitiendo sin darse cuenta lo que más le había molestado de su madre? Comprendía que su hijo tuviera más complicidad con el padre, pero ella también quería tenerla con su hija. ¿Cómo podía vivir la adolescencia de sus hijos sin agobiarlos, sin sentirse mal por no saber qué hacer?
Ciertamente se sentía perdida y no sabía cómo actuar. Ahora que había empezado a sentirse segura en la vida, llegaba la adolescencia de sus hijos para descabalarlo todo. Pero pensar en cómo ella misma superó esa etapa le ayudó a comprender lo que le estaba pasando a su hija. Así como los adolescentes investigan y no saben hasta dónde pueden llegar, los padres también tienen que hacer ensayos llegados a esta etapa y, a veces, se preguntan hasta dónde les tienen que dejar hacer y hasta dónde deben acompañarlos.
La adolescente busca su identidad fuera de la esfera afectiva más íntima, que es la de sus padres. Lo que en muchos casos se presenta como reacciones de hostilidad y rebeldía señalan, en realidad, la dificultad de adquirir autonomía respecto de la madre, una figura que funciona como un ideal y reserva de afecto durante la primera infancia. El edén materno de la infancia se acaba y la salida a la vida pasa por alejarse de ella; en ese momento funciona como un espejo en el que mirarse para parecerse o para rechazarla.
Por lo tanto, la función principal de la madre en estos momentos de la vida de sus hijos es acompañar a distancia y ser lo suficientemente buena y generosa como para aceptar de buen grado que se vayan. Todo lo que la madre no haya elaborado en relación a sus propios padres influirá en la relación con sus hijos. Chantajes emocionales o angustias ante la separación señalan algunos conflictos que arrastra desde pequeña. Por otro lado, la función de la madre se entreteje siempre con la del padre.
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.Enfrentamiento necesario
Los adolescentes se enfrentan a la conformación de su identidad, lo que implica la resolución de su mundo emocional infantil. Tienen deseos de crecer y, a la vez, miedo de abandonar lo conocido. Por su parte, la madre evoca en este momento, al relacionarse con sus hijos, cómo fue la separación de sus padres y cómo se enfrenta a su madurez. Además, el vínculo con la hija tiene matices diferentes al del hijo, que preservará más su intimidad para diferenciarse de ella.
En las relaciones parentales del mismo sexo se produce más la indiferencia. Los adolescentes adolecen de una identidad presente que no les asegura todavía su futuro. Viven en la incertidumbre en relación a sí mismos: no son niños, pero tampoco adultos. En cuanto a las madres, no son jóvenes y entran en la madurez con la inseguridad de no saber a veces qué hacer para ayudar a sus hijos. “No resisto en casa, mis hijos están todo el día llevándome la contraria”, le comenta Marta a su amiga.
“Mi hijo pasa el tiempo que no está en clase, fuera de casa “enrollado”, como él dice, con sus amigos. No me hace caso en nada y sólo quiere hacer cosas con su padre. Mi hija se está convirtiendo en una extraña para mí, era dulce y todo lo compartía conmigo. Ahora es arisca, no me cuenta nada, pero con sus amigas habla todo el tiempo. Ya no sé qué hacer, en ocasiones me contesta mal, está agresiva conmigo y yo me siento mal. Cuando le pregunto algo, me contesta: “Déjame vivir mi vida”. Como si yo me metiera en lo que hace. Sin embargo, luego apenas sabe ocuparse de sus cosas y no se da cuenta de que aún es una cría”. “Es una adolescente, Marta, –le responde su amiga–. ¿Te acuerdas de lo que tú hacías a su edad?”.
A su lado desde la distancia
Marta, recuerda, le contaba todo a su madre y, cuando intentó empezar a separarse de ella y no contarle algunas cosas, sintió una recriminación por parte de ella, que siempre le pareció mal. ¿Acaso estaba repitiendo sin darse cuenta lo que más le había molestado de su madre? Comprendía que su hijo tuviera más complicidad con el padre, pero ella también quería tenerla con su hija. ¿Cómo podía vivir la adolescencia de sus hijos sin agobiarlos, sin sentirse mal por no saber qué hacer?
Ciertamente se sentía perdida y no sabía cómo actuar. Ahora que había empezado a sentirse segura en la vida, llegaba la adolescencia de sus hijos para descabalarlo todo. Pero pensar en cómo ella misma superó esa etapa le ayudó a comprender lo que le estaba pasando a su hija. Así como los adolescentes investigan y no saben hasta dónde pueden llegar, los padres también tienen que hacer ensayos llegados a esta etapa y, a veces, se preguntan hasta dónde les tienen que dejar hacer y hasta dónde deben acompañarlos.
La adolescente busca su identidad fuera de la esfera afectiva más íntima, que es la de sus padres. Lo que en muchos casos se presenta como reacciones de hostilidad y rebeldía señalan, en realidad, la dificultad de adquirir autonomía respecto de la madre, una figura que funciona como un ideal y reserva de afecto durante la primera infancia. El edén materno de la infancia se acaba y la salida a la vida pasa por alejarse de ella; en ese momento funciona como un espejo en el que mirarse para parecerse o para rechazarla.
Por lo tanto, la función principal de la madre en estos momentos de la vida de sus hijos es acompañar a distancia y ser lo suficientemente buena y generosa como para aceptar de buen grado que se vayan. Todo lo que la madre no haya elaborado en relación a sus propios padres influirá en la relación con sus hijos. Chantajes emocionales o angustias ante la separación señalan algunos conflictos que arrastra desde pequeña. Por otro lado, la función de la madre se entreteje siempre con la del padre.
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